EL LUDÓPATA


Después de mucho pensar puedo llegar a explicarme mínimamente qué hago dentro de esta caja de cartón. Todo está oscuro y han abierto una pequeña rendija, a modo de respiradero, por la que se cuela algo de claridad. Estoy rendida por el traqueteo y el vaivén, por lo que deduzco que me transportan en alguna camioneta de mala muerte a algún lugar, espero que sea relativamente cercano, pues como me encuentro en posición fetal el dolor de rabadilla está siendo insoportable, además yo siempre he padecido de la espalda.
    Llevo veinte años de casada, felizmente casada me atrevería a asegurar, pero estos dos últimos años han sido bastante atípicos. Mi marido empezó a jugar de forma infantil en las máquinas tragaperras, nada, una minucia, ya que solía echar las monedas que nos sobraban un domingo por la tarde después de tomarnos unas cervezas en el bar de la esquina. Cuando me quise dar cuenta acudía todas las noches al bingo y en qué nos veíamos de llegar al final de mes con su ridícula paga. Las escasas joyas que tenía en mi haber, algunas de ellas de un auténtico valor sentimental, las fue llevando a una casa de empeños, incluida la medalla que me dio mi madre antes de morir. Un día aparecieron unos señores y se llevaron la lavadora, que nos había sido embargada, otro el frigorífico, el sofá, el equipo de música, hasta que dejaron la casa prácticamente vacía, menos mal que vivíamos de alquiler, que si no nos ponían de patitas en la calle, claro que nuestra casera  nos estuvo amenazando durante todo este tiempo,  pues le debíamos muchos meses de renta.
 Nunca olvidaré aquella mañana en que se me notificó, por escrito y ante notario, que yo había sido puesta en venta. Desde luego la broma me pareció de muy mal gusto. Y llegamos al punto de partida, me he despertado dentro de esta claustrofóbica caja de cartón y no tengo la más remota idea de a dónde me pueden llevar. Estoy empapada en sudor y la espalda me está matando.   

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