Gratitud

 


Gratitud

José Luis Raya

 

Sembrar en terreno baldío o encender un mechero una y otra vez con el viento en contra son las primeras imágenes que vienen a mi mente al nombrar la ingratitud. La señora que limpia el suelo y pasas descuidadamente sobre el pavimento; el funcionario que ha estado buscando durante horas en un lúgubre sótano aquella cédula olvidada y lo has mirado despectivamente por su tardanza; el camarero que está trabajando como un burro y no da abasto mientras sigues gritando que te atienda; o la madre que te limpia el cuarto, te hace la cama y te ordena tus cosas. Aquí comienza el problema. Hay muchos niños (y niñas obviamente) que han sido maleducados, sin responsabilidades, sin principios y sin empatía. Sí, la empatía también se enseña, aunque algunos (y algunas; ya me estoy cansando) consideren que esto es adoctrinamiento. Luego llega el niño a la escuela y tira el papel al suelo. Si lo recriminas se enfada. Los mayores aducen que para eso están las limpiadoras. En el aula no atienden las explicaciones y cuando piden algo lo hacen exigiendo. Si preguntan alguna duda, seguramente lo hagan gritando y si les regañas porque no paran de hablar, te responden indignados: “¡Por la cara!”. A veces, los padres se molestan aún más si le has quitado el móvil para que atiendan en clase. “Ese Iphone me ha costado casi mil quinientos euros y lo estoy pagando a plazos para que venga usted a confiscárselo”. Al menos te hablan de usted. No me estoy inventando nada. Son casos de los que yo mismo he sido testigo. Me consta que la cosa está ahora mucho peor. Lógicamente, habría que crear cursos obligatorios para educar a esos padres maleducados e irresponsables. De tal palo, tal astilla. Por ello hay docentes que llaman la atención con suma delicadeza para que el niño no se enfade y por consiguiente no enfadar a los padres. Aún así, puede que ese infante díscolo les explique a sus infalibles progenitores que el maestro-a le tiene manía. Y si regresan a casa medio lloriqueando, que se prepare el susodicho para recibir el rapapolvos correspondiente, allí mismo, delante de los alumnos incluso. Y la maestra agacha la cabeza. Es posible que la directiva no la apoye para que los progenitores infalibles se marchen del colegio perfectamente satisfechos, con el deber cumplido. Nadie se queda por encima de su hijo, y menos esa maestra palurda. Y entonces el resto del alumnado comprueba que el docente no tiene autoridad y los niños pueden hacer lo que les dé la gana, ya que no hay castigo ni reprimenda. Y eso que el centro es público. Entonces, ese docente puede que entre en depresión y los padres y madres comenten que se ha dado de baja porque tiene un morro que se lo pisa, y que tiene un buen sueldo y muchas vacaciones. “Que para eso les pagamos”. Evidentemente, hay algunos padres que consideran que los profesores han de estar al servicio de sus hijos y que tienen que aguantar lo que sea. Hace años, llamé a una madre porque su hija incordiaba y molestaba en clase, no trabajaba y contestaba con muy malas maneras. Solo pretendía informar de dicha actitud y solicitar colaboración. La niña tenía los dieciséis años bien cumplidos y se encontraba en un curso de ASL. La madre altiva me contestó literalmente que “¡Vaya profesores!, que no somos capaces de educar a una niña, que para eso habíamos estudiado”. Esto es literal. Agotó mi paciencia y colgué el teléfono. Pensé que podría aparecer al día siguiente presentando quejas.

En otros países europeos la docencia está siendo impartida por inmigrantes. Por ahí suena eso de que desempeñan trabajos que los autóctonos no quieren como trabajar en el campo, la construcción o la hostelería. Esta es la consecuencia de décadas de dejadez, de sobreprotección del menor, de sacar leyes (en todos los ámbitos) que se dirigen exclusivamente a preservar los derechos eclipsando los deberes y las responsabilidades. Esto incluye evidentemente a los padres, bueno, a determinados padres y madres, que ven al maestro como el enemigo a batir. Y la administración los apoya normalmente. La conflictividad en las aulas es algo muy común en determinados centros o áreas urbanas.

Recuerdo que mi felicidad laboral dependía de la actitud del alumnado. Cuando me topaba con algún curso o grupo disruptivo emergía mi carácter de sargento, ya que era la única manera óptima y efectiva de disciplinar. Y me enfrentaba a todo el que se pusiera por delante para defender lo indefendible. Duro hueso de roer.

Dicen que uno nunca deja de ser maestro. Ciertamente, en mi jubilación me veo llamando la atención incluso a los adultos que no respetan las normas básicas de urbanidad, o gritan o ensucian los espacios públicos. O sencillamente se enfadan como críos porque les recriminas determinadas actitudes, propias de gente irresponsable. He conocido a unos cuantos.

Trabajar en primer lugar la idea de gratitud sería ideal para comprender y apreciar el trabajo de los demás. Este sería mi consejo para las nuevas generaciones de docentes que llegan ávidas de ganas e ilusión.

 

 

Comentarios

  1. Tienes razón, agradecer es de bien nacidos. Pero habría que intentar educar a los padres (ni idea de cómo hacerlo) si no, creo que es para ná. Gracias por tus escritos 🙏👏👏👏👏

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