Sandra Almodóvar
A Sandra Almodóvar
A veces, el
destino puede ser tan cruel como incierto y aparecer inesperadamente con sus
garras afiladas, aullando por todos los rincones de la noche. Nadie se lo podía
esperar. De hecho, lo teníamos previsto de inmediato. La última vez que la vi
le dije que en cuanto bajara de la Feria del Libro de Madrid nos pondríamos
manos a la obra. Incluso había comprado una nueva grabadora para el nuevo
proyecto: ambos estábamos muy ilusionados con novelar la vida de Sandra
Almodóvar.
Ese mismo día
aciago también nos dejó Antonio Gala; sin embargo, la muerte de Sandra está
envuelta de ese halo misterioso que solo las grandes divas pueden desprender.
Es cierto que se le había acumulado un montón de problemas de salud. Ya tenía
cierta edad. Tampoco se cuidaba demasiado. Quizá deseaba disfrutar los últimos
años de su vida a tope. O quizá deseaba olvidar esa relación tóxica que la
ahogaba. Por fin se atrevió a denunciarlo, aunque quizá fuese un poco tarde. Es
posible que el susodicho haya sido presuntamente —siempre presuntamente— el
causante de tanto dolor.
Sandra
Almodóvar nació en el cuerpo equivocado, en una ciudad que no le correspondía,
en una época demasiado puritana y a su lado convivió con un ogro: su padre. La
pobre era un saco de carne apaleada. Mucho tardó en salir huyendo de aquel
infierno. Sin embargo, el dolor y la desolación la fueron acompañando allá a donde
iba. Era el precio que había que pagar por ser libre en aquellos tiempos
ominosos. Fue detenido por aquella vergonzosa ley de vagos y maleantes en los
años 70, al límite de su derogación, y fue conducido a la cárcel de Badajoz,
dedicada a los homosexuales pasivos. Como si aquel piadoso gesto la fuese a
librar de la catarata de abusos que le fue cayendo como lava ardiendo.
En la
plenitud de su juventud, trabajó como quiosquera en Chueca, según me comentaba
Mili Hernández en su icónica librería Berkana. Esta misma asistió, junto a su
pareja, como extra en la película de Pedro Almodóvar “La mala educación”, donde
Sandra actuaba en una escena inolvidable. Me tienen que contar cómo fue
rescatada por Pedro de aquel kiosco. Me gustaría saber si al final fue otra
muñeca rota. El caso es que, por suerte para muchos de nosotros, se instaló en
Torremolinos y pudimos asistir a su arte, benevolente y amoroso. No puedo
olvidar con cuánto amor se dedicó a imitar a la gran Sara Montiel, esta misma
le dio el visto bueno a su maravillosa actuación.
Su talento
lo desarrolló en el “Pourquois pas?”,
el legendario pub de Torremolinos, todo un símbolo. Ahí pareció que iba a
llevar una tranquila vida de artista. Muchas noches fueron amenizadas con su
arte e ingenio, fino y elegante. Fue (y es) un entrañable lugar de reunión. Le
pedí a ella que actuara en la fiesta de mi 60 cumpleaños junto con otros tres
amigos sesentones, a lo que accedió encantada, solicitando humildemente la
voluntad, como esa gran persona sencilla y amable. No quería ponerse un caché,
como si asumiera que ya se encontraba en su ocaso.
La pobre no
ha tenido suerte en la vida. No ha tenido familia que la arrope. Tuvo un padre
que la despreciaba y la maltrataba; fue encarcelada en la misma frontera de la
derogación de aquella funesta ley; no llegó a triunfar como hubiera merecido de
la mano de Pedro Almodóvar y, cuando llegó a su madurez, tropezó nuevamente con
el hombre equivocado, como si se repitiera el mismo esquema de su niñez.
Teníamos previsto empezar hoy mismo las entrevistas para plasmar su vida en
papel. A punto ha estado de tener entre sus manos el documento (DNI) que le
admitía el cambio de nombre de Luis a Sandra, por lo que se podría considerar
violencia de género esa aciaga vida que ha llevado en pareja.
El tiempo
fue su peor enemigo. Nada llegó a tiempo.
Al funeral
asistieron las celebridades de Torremolinos, incluida la alcaldesa, Margarita
del Cid. Allí estuvimos arropándola como esa gran familia que somos. La familia
que nunca tuvo ha estado ahí presente, arrullándola y llorando su ausencia,
pero con la alegría de haber vivido junto a ella, por eso brotaron tantas
lágrimas cuando Santiago Muñiz acompañó el sepelio con la melodía de “La
violetera”.
En el centro
de nuestros corazones ha dejado impresa la calidez de su mirada y la brisa que
solo un ángel como ella es capaz de irradiar. Lágrimas de dolor, pero también
de esperanza, estallaron en mil pedazos de vida una luminosa mañana de un
treinta de mayo. Si alzas la vista al cielo, podrás contemplarla flotando entre
las nubes.
DEP




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