PARA LEER
Seguimos benditamente inmersos en estas semanas de letras, lecturas,
libros y otras sanas y literarias adicciones, que giran alrededor del Día del
Libro. En Granada se respiraba un alegre bullicio cargado de metáforas y mil
figuras retóricas, entre ellas, esta misma, la hipérbole: la que nos mantiene
vivos seguramente. Era un día de sol espléndido, las copas de los árboles se
mecían al son de la brisa que bajaba de la sierra, por lo que las casetas
parecían cimbrearse entre haces de luces y sombras, a lo Virginia Woolf en “Las olas”. Por suerte, las ángelas
habían volado en unos minutos, así que disponía de casi toda la mañana para
disfrutar de la maravillosa capital del reino nazarí. Fui atesorando diferentes
ejemplares de diversos autores y géneros, como el niño que colecciona los
cromos de sus futbolistas preferidos. Algunos murmullos llegaban a mis oídos
que parecían repetir mis propios pensamientos. Sigo acumulando libros y libros,
por lo que tendré que realizar una suerte de casting —otro día hablaremos de
los neologismos y los spoilers o espoileres—, esto es, tendré que secuenciarlos
por interés o según mi cambiante estado de ánimo. Algunos melómanos,
dependiendo de nuestro estado anímico, incluso de la estación o la temperatura,
preferimos escuchar jazz, Schubert, chill out, arias o The Beatles, por
ejemplo. Con los libros pasa algo parecido.
Para leer hay que desearlo y estar preparados. Se trata de un ritual personalizado que todo el mundo debería adoptar. En primer lugar, hay que ser conscientes del placer y los variados beneficios que te aporta la lectura. Placer ilustrado, incluso espiritual, porque somos dueños de nuestro intelecto y tenemos que reconstruir el edificio que el autor ha construido. Es lo que se llama descodificación o decodificación. En ocasiones, al lector le cuesta entender o comprender el universo que ha codificado el escritor, es decir, no puede o no sabe decodificar: coloquialmente decimos no me ha enganchado. El escritor ha de ser consciente del público al que se dirige y el lector ha de saber lo que tiene entre sus manos antes de enfrentarse a la riquísima tarea de la lectura.
Si preguntamos acerca de los beneficios implícitos de leer, casi todo el
mundo afirmará que amplias tu vocabulario, te enseña a expresarte, te permite
reflexionar o desarrollas la imaginación. Muchos investigadores aseguran, por
otra parte, que es un sano ejercicio para combatir el deterioro mental, esto
es, el Alzheimer. A propósito, lo mucho o poco que recaude irá a parar a la
FAE, pues algunas de las ángelas están sufriendo este infame deterioro, que
puede conducir al ser humano al abismo de la locura, o que se lo pregunten a
Goya.
En ocasiones, hemos de leer varias veces una página porque no nos hemos
enterado. Esto no es precisamente que no comprendamos el mensaje o que no
sepamos decodificar, sino que nuestra mente está en otra parte. A veces,
nuestras preocupaciones son tan atosigantes
que no nos enteramos de lo que leemos, no decodificamos porque sencillamente no
nos concentramos. Esto nos ha pasado a todos, a unos más que a otros. Esto es
lo que ha permitido que abandonemos un libro. Por ello hay que darles una
segunda oportunidad. Por otro lado, hay lectores que tienen una facilidad
pasmosa para desconectar de sus problemas cotidianos y concentrarse en la
lectura. Nuestro antiguo presidente, FG, se evadía con los bonsáis o con los
libros cuando más nervioso se encontraba.
Así pues, hay que buscar el ambiente ideal o donde más cómodo te
encuentres. Conecta música relajante o la que más te ayude a bañarte en las
páginas del libro que tienes entre tus manos. Intenta reconstruir en tu mente
la atmósfera que con esmero ha creado el escritor, procura empatizar con sus
personajes, fíjate bien cómo son descritos, tanto físicamente como
psicológicamente, esto último se denomina etopeya, suele ser esencial para
inmiscuirte en la trama – estamos hablando de una novela-. Como la música, hay
que conocer el ambiente que nos rodea. Según nuestro entorno así deberá ser el
libro. A la playa llévese usted una lectura ágil y adictiva. No creo que un
libro de filosofía sea lo apropiado. Si se encuentra tranquilamente en el salón
de su casa, acompañado de una buena taza de té o café, mientras suena de fondo
un suave solo de piano, cualquier género es apropiado, sobre todo la poesía, que
requiere normalmente un esfuerzo intelectual y atenciones mayores.
Para leer, o escribir en mi caso, hay que tener hambre. Lo mismo que
cuando te apetece una tostada de aceite y tomate, un bocata de jamón o una
suculenta paella de marisco que te hace salivar como un sabueso. Es el momento
idóneo para abrir el libro y ponerte a leer: el cuerpo, mejor dicho tu mente,
te lo pide. Hay lectores que ya han sido atrapados por la magia de sus letras y
los puedes ver inmersos entre sus páginas aunque el mundo estalle a gritos. Los
he podido ver concentrados en sus libros mientras el tren o el metro discurren
entre estación y estación. La mayoría, lamentablemente, va concentrada en sus
móviles, a pesar del ruido de fondo. Hace tiempo vi a un viandante que iba
caminando y leyendo. En el avión hay quien saca su libro y se pone a leer, en
el tren, en al autobús. Parece que son ya de otra estirpe. De entrada, suelen
ganarse mi confianza porque juegan en otra división. Sé que me pueden ofrecer
una conversación ágil, inteligente e interesante. Me acerco con parsimonia por
si levanta la vista del libro y puedo conversar acerca de lo que está leyendo.
Entonces leo en la portada “Las ángelas de Goya”. Sonrío y me retiro porque no
quiero perturbar su divino momento.




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