ESCRITORES
S
C
RI
T
O
R
E
S...
“Escribo para que la muerte no tenga la
última palabra”, afirmaba Oddysséas Elýtis en un afán quizá por eternizarse, o
el gran Eduardo Padura: “Escribo como un loco para no volverme loco”. Rubén
Darío compondría pura belleza en su primera etapa y él mismo concluiría con el
poderoso poder de la palabra, esa palabra/poesía que se puede convertir en arma
cargada de futuro, como ya supuso Gabriel Celaya. O para pedir la paz (y la
palabra) si rememoramos a Blas de Otero.
Hay diferentes motivos que acechan al escritor/creador para que justifique su
labor. Cualquier cimiento se puede agregar a las distintas funciones del
lenguaje: persuadir, imperar, expresar, embellecer, sugerir o informar
básicamente. También podemos fustigar,
reseñar, criticar, valorar e incluso incordiar o molestar; también alabar, orar, confabular, enemistar, amar o
vilipendiar. E incluso para ahuyentar fantasmas: Lorca, Byron, Shakespeare,
Cervantes… y poner un cierto orden en un mundo tan caótico, que nunca concluye
en equilibrio. Jorge Guillén lo ensalza en su Cántico, pero después se desvanece en su Clamor, quizá convencido por el pesimismo cósmico de Aleixandre.
Hay
también un postergo en todo lo que
sea creativo que se relaciona más bien con lo metalingüístico y que todo
escritor, escribano o escribiente, lo
solapa a cualquier momento de su instauración, especialmente el primero, ya que
los otros son meras polichinelas. Es esa manipulación de la forma la que el
creador debe a-moldar como si fuera arcilla que después recibiera el soplo que
le dé la vida. Son muchos los que pasaron gran parte de su existencia
cincelando esas palabras que nunca terminaban de amoldarse al Todo, ni del todo.
¡Cómo padeció Juan Ramón Jiménez los
últimos años de su vida “buscando el nombre exacto de las cosas”!, retocando,
puliendo, abrillantando e incluso perfumando ese crisol que inició su andadura
formal a partir de 1713, si bien aquel Nebrija (Lebrija) ya pergeñó aquella
gramática que tanto se necesitaba, no tanto para ilustrar a los foráneos como
para orientar a los indisciplinados y desaliñados que escribían zigzagueando
entre oclusivas y fricativas, dento/alveolares, africadas, sordas, velares y
sonora: (s,ss,ds, ts, x, Ç…). Se necesitaba algo que limpiara y fijara, y si
fuere posible, también ofreciera esplendor.
Las patadas al diccionario y a la gramática son harto elocuentes y evidentes. No ya desde un radicalismo paradigmático, que termina siendo excluyente al preponderar, sino desde la rusticidad más supina. Es el creador el que puede y debe apoderarse del crisol, como si fuese también un grial/graal. Por otro lado, hay que permitir que los hablantes normalicen lo que se va modelando, aunque fuere de forma abstrusa, pero al mismo tiempo con tiempo. El lenguaje posee su propia evolución, si bien en estos tiempos que corren todo evoluciona con mucha más rapidez; lo que antes se fundía en ese crisol tras varios o interminables siglos, ahora puede doblegarse en cuestión de segundos. Tuiteos (en su momento fue un palabro como el palabro mismo) o nefastas y nefandas presentaciones/declaraciones de politólogos y aspirantes – la lluvia podrá convertirse en lluvio si cae en una ciudad de género masculino como Toledo, Vigo o Bilbao- Podemos sugerir y componer tantos dislates como se nos antoje, pero estaremos contribuyendo a la confusión y la inoperancia. Estaremos contradiciendo en muchos casos la genuina economía del lenguaje. Es tan sólo el creador el que puede cambiar el devenir del átomo: podemos adentrarnos también en el terreno de las metáforas.
Garcilaso,
Fray Luis o Herrera prepararon el terreno para que los quevedos y los góngoras
se replantearan el lenguaje y sus formas y lo plagaran de retruécanos,
oxímoros, hipérbatos, calambures, sinécdoques, simbologías, epanadiplosis,
anáforas y catáforas, paronomasias, epíforas o dilogías. Así pues, es tan sólo
uno el que tiene autoridad para crear. Uno. De hecho existe el Diccionario de autoridades y un vocablo
o una expresión cobran vida o se recuperan cuando han sido labrados por esos
incomparables escultores del lenguaje, lo mismo que se buscan antecedentes en
ese insólito caso para crear jurisprudencia sobre algo que no es fehaciente.
Los pocos
sabios que en este mundo han sido; y seguimos la escondida senda (FdL).El
mismísimo bardo de Belmonte revisaba y repasaba, recreaba, pulía y buceaba en
las tenebrosas etimologías del griego, del latín y del hebreo. JRJ no
descansaba hasta que la locución no alcanzaba su plenitud y se levantaba y se
revolcaba hasta que no proyectara su esplendor, flagelado por las tormentosas
obsesiones que le graznaban desde las torres mudéjares de Moguer. Es el ingenio de
Gracián o Quevedo, el cultismo confuso de Góngora o las acrobacias
paralingüísticas de Lobo Antunes (“No es medianoche quien quiere”, Random
House). El talentoso discurrir de Wilde, las profusas sendas conceptistas de
Benet, los parapetos de L. Martín Santos y los consolidados riesgos de Joyce
insuflarán al lenguaje la vida cósmica que necesita, sobre todo cuando lo
pedestre lo atenaza con sus limitaciones, sus fobias y su inopia.
Es
preciso que las autoridades/escritores arrastren al lenguaje y lo desglosen,
combinando sus prefijos y sus desvencijados sufijos, pronominalicen y
reinventen sus ecos. Que alteren los causativos y vislumbren los nuevos
caudales que pueden correr a raudales a través de un torrente impetuoso de
arcaísmos, cultismos y también neologismos o germanismos (por qué no). Para
ello uno tiene que haber leído a Cervantes, Borges, Shakespeare, Beckett o
Balzac entre otros. En caso contrario,
ni lo intente, ni se encause por los
pedestres.
¿Quién
acuñó si no el término “nivola” cuando censuraban a Unamuno su concepción y
estructura narrativa porque no coincidía con lo que se entendía por “novela”
desde la ortodoxia del momento?, ¡y que ese palabro no haya sido aceptado, con
su genuina historicidad y significado tan profundos como el hondón, el hondón del alma, en tanto hayan sido
aceptados otros por el empuje, quizá, de
la azarosa plebe y la incultura! ¿Y cuántos arcaísmos se están recuperando
porque aún se mantienen en determinadas zonas (corrientes diatópicas y
diacrónicas) como almóndiga, toballa,
monecillo, aserrín y muchos más? ¡Cuántas veces he corregido algo que
(ignorándolo) los sabios de la RAE decidieron recuperarlo y mantenerlo como
algo correcto y no como el vulgarismo que durante tantas décadas o siglos fue
considerado! ¿Esto sirve para enriquecer nuestro patrimonio o lo relega al
contenedor de las lenguas más arcaicas y obsoletas? Lustros o décadas tardaban
en aceptar una voz que se extendía de manera generalizada por doquier,
fomentando esa mala o buena fama de conservadurismo y purismo que siempre
acompañaba a la RAE, frente a la permisividad británica y su amparo y
beneplácito ante las multiformes variedades y formas de sus voces que
aplastaban con contundencia a las latinas, ya que se recogía todo lo que manaba
por su vasto imperio. Esas inhóspitas conjugaciones, esos ignotos hipérbatos y
esos repudiables molinos que don Alonso Quijano atisbó, reconvertidos en
gigantes como el lenguaje mismo (me repudian esos molinos/gigantes) que se
aglutina en la Santa Hermandad Vieja de Toledo. Los cuadrilleros.
Ya
se está vislumbrando y aceptando que el lenguaje es algo heteróclito y
absolutamente vivo. Pero esa viveza hay que sostenerla y mantenerla no tanto
por el vulgo, que es voluble y caprichoso, sino por los grandes sabios que han
sido, que a la sazón purificaron y alimentaron nuestra lengua con variedades y
étimos insospechados, provenientes de cientos de pueblos que se conectaban de
forma directa o indirecta. Hubo un sustrato lingüístico milenario que aún se
mantiene para suerte de todos por los filólogos; son los autores y escritores
los que los recogen y los alinean y los cobijan. No sólo rancias y olvidadas
palabras, sino estructuras sintácticas y morfológicas que pueden chirriar para
los más iletrados. He conocido personas que jamás habían escuchado (ni oído)
esdrújulos tan sonoros como célibe o lóbrego, que pueden ser, incluso, de uso
común. Estas prefieren otras más vulgares, que, junto con otro exiguo corpus de
poco más de quinientas palabras pueden comunicarse como prosaicos primates, ya
que más de la mitad son tacos, apócopes y aféresis, que no sirven para
economizar sino para empobrecer. Uno termina comunicándose con monosílabos y
con palabras comodín como cosa, bonito,
feo o malo – ahora guay o mola están de moda- por miedo a no ser comprendido o a ser tachado
de pedante. Uno termina agachando la cabeza ante tanta ramplonería, o mirando
hacia otro lado ante los petulantes que van de ladinillos porque han leído Cincuenta sombras de Grey o las obras completas de Belén Esteban y
te cuestionan constantemente y uno ya está un poco cansado de estar explicando
por la mañana, por la tarde y por la noche. Así que, a estas alturas de mi
existencia, y cansado de vagar por páginas y capítulos inservibles para el
resto de la humanidad que camina sin rumbo, prefiero divagar con mis propias
elucubraciones y sortear como puedo a unos y a otros, sin tener que dar tantas
explicaciones, ni siquiera a mí mismo.
A
través de internet (y más concretamente FB) he podido contactar con siervos de
la palabra, la tinta y el papel. Son jóvenes autores en su mayoría. He tenido
la enorme suerte de leer sus pequeñas y a la vez inmensas creaciones que me han
aportado nuevos aires, nuevas climatologías que me han elevado a cimas que
había olvidado, por su forma, por su
contenido, pero sobre todo por su inusitado entusiasmo y por la reverencia y el
respeto con que todos ellos-as tratan sus obras: Carlos Manzano, G.Maldonado, Pilar
Aguarón, Carmen y Dori Hernández, Fernando J. López, Fernando Martínez López (de Almería), Membrilla Olea, J.C. Pérez López, Zambrano García, Muñoz Serrano, Antonio J. Quesada, Ana Calvo, Boscá Crespo, María
Dubón o Valenzuela Carreño entre otros tantos ( y los que me quedan por ir descubriendo). Podría denominarlos La generación de FB. Cada persona es un mundo, cada escritor encierra dos. El común de los mortales no los
conocerá porque sigue empeñado en sonoros y laureados premios que avivan las televisiones y los demás mass media.
Esto
de escribir no tiene por qué ser considerado un arte especial, ni encumbrar a
sus escritores a las cimas del Olimpo, tampoco ellos debieran sentirse como tales,
ni deben mantener el fuego vivo hasta el fin de los tiempos, ni tampoco transcribirlos
como devoradores de musas, ni como
folklóricas que van en busca de la fama y del reconocimiento. Al menos,
quisiera acabar con esa imagen tópica, dentro de muy poco será distópica,
cuando solo se lean entre ellos en una suerte de autofagia o férrea endogamia,
puesto que el ciudadano medio y no tan medio tiende a lo audiovisual – hay
empresas que están derivando a los audio-libros, por algo será- puesto que ese
ciudadano o español medio y no tan medio se está educando en la vagancia y en
el mando a distancia con tanto descaro que los libros terminarán adorando y
adornando los polvorientos anaqueles del trastero. Otros muestran ya sus ebooks, con sus miles y miles de libros
almacenados y que jamás leerán, son los que se han visto ya
todas las temporadas de Juego de Tronos
y otras tantas series, incluso las que aún no se han estrenado (no sé cómo).
Son los que conjugan permanentemente el verbo ver y nunca el verbo leer. Los
más consecuentes se jactan de ello.
En
otra esfera se encuentran los que leen y también escriben.
Recuerdo,
después de pasar desapercibido por diferentes certámenes literarios de
adolescencia, o habiendo adquirido algún que otro lastimero accésit, que no
servía para nada, y sin dejar de vagar y divagar por este suntuoso mundo de las
palabras, cuando me topé una tarde ventosa de septiembre con el gran Antonio
Enrique (súrtanse de cuatro o cinco diccionarios, incluyendo el Tesoro de Covarrubias para leer su
última obra, Boabdil, Premio de
Andalucía de la Crítica 2017) y me dedicó unas palabras de elogio por mi Ab urbe
condita, pergeñado a la tierna edad de diecisiete años - se puede leer en
mi blog-. Es posible que aquello sirviera de acicate, aunque esto es como una
enfermedad contra la que no existe vacuna, como el que necesita cantar, pintar
o bailar. No se puede frenar.
Luis
Cernuda murió el mismo año en que yo nací. Diez meses de diferencia. En aquella
adolescencia setentera, cuando uno escuchaba al inigualable Antonio José Alés y
leía tratados sobre ufología y metempsicosis, creía que su halo se había reencarnado
tras los diez meses de rigor que algunas doctrinas hinduistas sostienen que hay
que mantener. Sigo pensándolo porque, como el lobo de Hesse, prefiero ir ligero
de equipaje y divagar por los impertérritos mundos donde habite el olvido. Me
aferro al desarraigo y no frecuento tertulias ni gremios que linden con lo
sectario y la exclusividad. No necesito adular ni ser adulado porque esto es
una pasión cernudiana que va y viene, solitaria y onanista, marginal y sublime,
como el céfiro gélido, como el quejumbroso tañido de las campanas de Rosalía.
Quien lo probó lo sabe. Lope de Vega dixit.
Todo
esto ha culminado en Por la carne
estremecida, los que ya la han leído lo saben. Ahí reside la pasión, la
indignación, el olvido, la esperanza y todo lo que fui y lo que fuimos todos.
Nuestro pasado, presente y futuro.
*(Otro día hablaremos de los premios literarios -grandes premios literarios y su credibilidad- que se nutren exclusivamente de personajes mediáticos)
JLRAYA
22-2-18










Increíblemente ameno e instructivo. Un ensayo sobre el devenir de la palabra...
ResponderEliminarSolo hecho en falta la referencia a "y en inicio fue el verbo, y el verbo era Dios, y el verbo era con Dios".
Y solo una cuestión inconclusa, la trisyuncion RAE, evolucion, involucion.
Increíblemente ameno e instructivo. Un ensayo sobre el devenir de la palabra...
ResponderEliminarSolo hecho en falta la referencia a "y en inicio fue el verbo, y el verbo era Dios, y el verbo era con Dios".
Y solo una cuestión inconclusa, la trisyuncion RAE, evolucion, involucion.
Primo, nuestros nombres son clones.
EliminarPero mi nick, es como de certificado de estudios
EliminarGenial!! Todo ha sido muy cierto y elocuentemente tratado
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